Mamando en el ascensor

Mi primer contacto con un rabo fue un estreno a lo grande. Sí, no había tocado, pajeado y chupado una polla, sino dos. Dos rabos simul...

Mi primer contacto con un rabo fue un estreno a lo grande. Sí, no había tocado, pajeado y chupado una polla, sino dos. Dos rabos simultáneos, dos rabos a la vez.

Con Rober y Cris había descubierto el fascinante mundo del buen sexo. No había besos, tampoco penetración, de hecho, en nuestros últimos contactos ni siquiera había palabras. Solíamos quedar en casa de Rober para pajearnos. Los tres lo sabíamos, pero nadie lo hablaba. Eran actos mecánicos que llevábamos a cabo casi por instinto.

Llegábamos a su casa. Charlábamos sobre cualquier cosa, y nos poníamos la porno que Rober había pillado de la habitación de su hermano mayor. Por entonces Internet estaba aún en pañales. La pornografía era exclusiva de aquellos que, teniendo el Canal +, podían grabar la peli de los viernes por la noche. O eso, o la alquilabas en algún videoclub.

Siempre era la misma película, por supuesto, de sexo heterosexual. Mis colegas, heteros y vírgenes, andaban siempre tan cachondos como yo, a pesar de que yo ya tonteara con el sexo.

Aquellas tardes eran divertidas, morbosas y muy, pero que muy excitantes. Mientras ellos clavaban los ojos en aquellas actrices recibiendo rabo, yo aprovechaba para recrearme con los actores, pero sobre todo, con las pollas de mis colegas. Luego, cuando ya estaban con una erección de caballo, y su juicio nublado por la excitación, aprovechaba mis armas innatas de cazador para que termináramos intercambiando pajas y mamadas.

Siempre era igual. O bien los excitaba contándole mis experiencias con las pibas de clase, o bien veíamos porno, pero siempre, siempre, trazaba un plan de ataque para terminar con sus pollas en mi boca que resultaba satisfactorio.

Sin embargo aquellas fascinantes rutinas se habían ido enfriando con el tiempo, y las vacaciones de verano. Yo ya había probado de todo, me había follado unos cuantos culos y otro par de pollas me habían reventado el mío. Sí, había probado de todo con otra gente, de todo, menos los besos y una buena lefada en mi boca.

Rober, que por entonces tenía una novia modosita que solo le pajeaba y se dejaba meter los dedos, ya había conseguido hacer de todo con ella. Cris, que apuntaba maneras para ser un rompebragas, también se había hecho con el control de un par de coños.

Nuestros caminos se habían separado. Sexualmente éramos activos, y los pajotes viendo porno ahora parecían de otra época, de una en la que la necesidad fisiológica controlaba nuestras experiencias homosexuales, al menos la de ellos.

¡Joder, lo echaba de menos!

Anhelaba el rabo grande y las lecheadas de cerdo de Cris. Y de Rober, de Rober anhelaba su polla delgada, su cara de niño guapo y sus labios gruesos. Pero ya apenas teníamos tiempo de quedar como colegas, mucho menos para reunirnos en torno a aquella peli porno.

Sin saberlo, esos tiempos habían terminado para siempre.

Sin embargo, el destino quiso prepararnos una despedida.

Mi primo, el colega de Khaled, vivía en el mismo edificio de Rober. Nos habíamos reencontrado no hacía mucho en la típica reunión familiar, y por supuesto, hablamos del gimnasio, de mis primeros días en él, de los ejercicios que Jean Carles me preparaba. Hablamos de su adicción al boxeo, de cómo su colega árabe era el mejor en la lucha, y lo mejor de todo, me invitó a verlos boxear, y si me gustaba, a participar con ellos.

            — ¡Joder, claro!—dije ilusionado.

Ilusionado, naturalmente, porque había hallado la forma de acercarme a Khaled.

De camino a casa de mi primo me encontré con Rober. Acababa de tener una discusión con su novia, y me contaba los entresijos de su relación. En resumen, había poco sexo y muchas mariconadas: celos, posesión, y rutinas típicas de parejas de un siglo de relación.

Sin mucho más tiempo para hablar y ponernos al día, subimos juntos en el ascensor. Rober tenía prisa. Debía llamar a su novia y arreglar la pelea del día. Sin embargo, el edificio era viejo, y sus ascensores también, con tan mala suerte, que nos quedamos bloqueados entre el segundo y tercer piso.

Dentro, con el calor y el agobio del principio, debimos aceptar que nos quedaba un buen rato hasta que nos liberaran. Tiempo que pudimos usar para continuar hablando, y para algo más.

A Rober siempre le encantaron mis aventuras sexuales, y llegado el momento de resumirle los últimos meses de mi vida, cambié todos los protagonistas de mis encuentros por mujeres. Así, me había follado a más de siete tías en apenas dos meses.

Rober flipaba. Su polla solo había entrado en un coño, y sus experiencias, en términos numéricos, quedaban muy lejos de alcanzarme.

            — ¡Joder! ¿cómo lo haces, cabrón?

Me regodeaba contándole cómo me la habían chupado en diferentes sitios, cómo me las había follado por el coño, y por el culo, cómo me había corrido en sus tetas, en sus caras y en sus bocas. Sí, mi viejo amigo Rober no tardó en excitarse como antaño, y el bultaco en sus pantalones se apreciaba con claridad.

¡Joder, y el mío!

            — ¡Tío, tienes que follar más y discutir menos!

            — ¡Joder, más quisiera!

            — Seguro que te pajeas más de lo que follas—dije mirando su paquete con descaro.

            — Puf, sí.

            — ¿Cuánto hace que no te la chupan?

            — Puf—se quedó pensando unos segundos mientras su mano agarraba su polla—. Mucho, a Sonia no le gusta.

            — ¿No te come el rabo?

            — Qué va, tío.

            — ¡Joder, loco, qué pena das!—reí.

            — Joder, James, no te pases, cabrón.

            — Tampoco te la habrán chupado en un ascensor—volví a reír—. Venga, vamos a recordar viejos tiempos—dije volviendo la mirada a su polla.

            — ¡Qu…qué dices! ¿Aquí? ¡Estás loco!

            — Ya oíste al presidente. Todavía nos quedan quince o veinte minutos aquí.

            — Ya… pero...

Y llevé la mano hasta el bulto hinchado de sus vaqueros.

Su polla estaba dura, muy dura, y la mía palpitaba enloquecida.

Sin tiempo que perder, y no por si nos rescataban, sino por si finalmente se echaba para atrás, desabroché la bragueta de sus pantalones, metí la mano en busca de su rabo, y ahí estaba, empalmado, con la polla atrapada por la erección y el poco espacio, rogándome libertad.

Me acuclillé ante su bultaco y saqué su fiera con rapidez. Estaba ahí, dura, larga y delgada, con el prepucio esperando que mi boca lo deslizara dejando libre al cabezón. Rápido, excitado por el reencuentro y la tensión de tener a los vecinos al otro lado, me metí su polla en la boca. Y si antes tendía a disimular el deseo cuando le comía el rabo, ahora lo hice sin ningún tapujo. De hecho no pude evitar mirarlo a los ojos mientras rodeaba su capullo con mi lengua.

Con la cabeza inclinada hacia arriba, los ojos medio cerrados y la boca abierta, el guapo de Rober intentaba reprimir sus gemidos de placer.

Mi mano acariciaba sus pelotas peludas, y mi boca intentaba tragarse todo su pollón, pero la tenía grande, más grande de lo que recordaba, y chocaba contra mi campanilla provocándome arcadas.

¡Joder, no podía creer que volviera a tener su polla en mi boca!

Entonces el presidente nos habló. Llegaba el momento de liberarnos. Rober se puso nervioso e intentó sacar su rabo de mi boca, pero no lo dejé. No podía dejarlo. Necesitaba sentir su leche, y agarrándome a sus piernas para que no se escapara, empecé a follarme la boca rápido, muy rápido, mientras succionaba su cabezón y jugaba con mi lengua.

Y Rober dejó de resistirse, y se dejó llevar, y agarrándome la cabeza, comenzó a follarme fuerte, muy fuerte, hasta que pude sentir su leche espesa, caliente y agria descender por mi garganta.  

Cachondo y hambriento, seguí chupando y tragando, chupando y tragando, hasta que su polla salió de mi boca sin una gota de semen, y habiendo perdido rigidez.

Y por primera vez en mi vida, viendo su carita de placer, sentí unas ganas locas de comerle la boca y mordisquear sus gruesos labios. Pero no podía, los besos son para los gays, y ni él lo es, ni yo lo soy para él.

Cachondo y empalmado, muy empalmado, debí disimular la erección cuando por fin nos abrieron la puerta del ascensor. Luego, en casa, me pajeé con el recuerdo.

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• Aunque son independientes, los relatos se complementan. ¡No te pierdas ninguno!